Una gran experiencia en el Gran Teatro del Liceo
Cuando fui al famoso Gran Teatro del Liceo para ver Carmen, esperaba ver un espectáculo increíble. Seguramente, la ópera fue maravillosa, y la sala, con sus candelabros de cristal, pilastras doradas, y alfombras majestuosos, espléndida. Pero también, de modo inesperado, tuve una experiencia con la política catalana y también la oportunidad de reflexionar sobre la filosofía del teatro.
Me pareció notable que en la escena de la corrida de toros de Escamillo, uno de los amantes de la protagonista Carmen, el toro nunca apareció. Por el contrario, sólo se podía ver a los espectadores aclamando. Un artículo en La Vanguardia del día siguiente también observó este detalle y aludió a la opinión pública: “Això al Liceu no toca”. Cuando leí este artículo, pensé inmediatamente en las conversaciones con mis compañeros de planta catalanes sobre las corridas de toros. Ellos me habían preguntado si ya sabía que el parlamento de Cataluña había aprobado una prohibición de las corridas de toros, poniendo en manifiesto su orgullo sobre esta ley progresiva. A mi parecer, la adaptación de una ópera cuya acción se desarrolla a principios del siglo XIX en Sevilla a la oposición actual de la gente catalana a las corridas de toros sugiere un enlace entre el teatro y la identidad local.
Además de la adaptación de la ópera, presté atención a la actitud del teatro en lo que atañe al nivel socioeconómico de los espectadores. Aunque el Liceo —como casi todos los teatros de ópera— se conoce como espacio de élite, me percaté del esfuerzo de atraer un público numeroso en lugar de sólo las personas adineradas. Encontré entradas por solo 11 euros, y aunque mi localidad no tenía visibilidad, tenía una pantalla para que pudiera ver el escenario. La resolución de la pantalla era magnífica; todo era claramente visible. También, el teleobjetivo hacía zoom, acercándose a los elementos más importantes de cada escena. Por ejemplo, en una escena donde Carmen estaba fumando, enfocó en su cigarrillo con tanto detalle que se podía distinguir el humo. Las expresiones faciales de cada personaje también se podían avistar. Además, se cambiaba el ángulo de visión, aún ofreciendo vistas aéreas cuando era adecuado. De hecho, me pareció que con esta pantalla, podía ver más que muchos de los espectadores que se sentaban en localidades más cercas al escenario. Intuí que los administradores del Liceo no querían que las personas sentándose detrás gozaran de la ópera menos que las personas que habían pagado más. La pantalla aun incluía subtítulos, un detalle que interpreté como un afán de hacer inteligible la obra para espectadores de todos los niveles de educación; es decir, no era necesario conocer múltiples idiomas ni tener un conocimiento de la acción de la ópera para disfrutar de ella. Me alegró darme cuenta que los estereotipos sobre los teatros de ópera como lugares exclusivos quizás no sean adecuados en nuestro mundo actual. 
Una visita guiada al Liceu
 
Un sábado soleado en septiembre, visité al Gran Teatre del Liceu en el área de Barcelona cerca de La Rambla. Pagué una tarifa de 4,50€ con un grupo de visitantes y recibí la entrada para una visita guiada de 20 minutos. Era por la mañana, a las diez (más o menos), y hubo aproximadamente 15 personas en mi grupo. Casi inmediatamente después que la guía comenzó a hablar, un hombre viejo le interrumpió y se quejó de que sus oraciones debían ser en catalán e inglés, en lugar de castellano e inglés. Otros parecieron estar de acuerdo, pero la guía aclaró que legalmente se obligaba a dar las oraciones en castellano en lugar de catalán. Ellos refunfuñaron. Claramente, se solapaban este grupo de interesados y aficionados de la ópera y los nacionalistas catalanes.
La guía nos dirigió a través de las diversas salas y vestíbulos, y nos dijo las historias más famosas de cada espacio. Nos guió al auditorio Saló de Miralls, donde se presentan conciertos privados y producciones más pequeñas, y finalmente nos mostró el auditorio principal. Las luces se han apagado, y por eso el escenario era la única fuente de luz. La guía exigió que todos nosotros fuéramos absolutamente silenciosos – unos cantantes de Carmen estaban usando el escenario para un ensayo. “Las acústicas del teatro se han ajustado para amplificar las voces al máximo potencial,” la guía dijo, y clarificó que la forma de herradura facilita que cada asiento esté en posición para oír lo mejor que sea posible. La magnitud de la estructura de esta parte más famosa del Liceu se magnificó por el silencio reverente y las luces bajas, y la adición de las voces misteriosas que emanaban del escenario tan bajas – la combinación resultó algo como el asombro religioso que se encuentra en las más antiguas y más impresionantes iglesias católicas de Europa.
Durante esta visita al Liceu, disfruté una conversación con otro visitante que me dijo que prefería referirme a él simplemente como E. “No soy gran aficionado de la opera,” admitió. “Pero sabía que el Liceu era un sitio destacado de Barcelona, y tenía que visitar aún si fuera solamente para verificar que lo vi.” Según E, no se tiene que ser experto o un admirador de la opera para que se afecte la primera visión del Liceu. Mientras que nosotros estábamos sentados en los asientos del auditorio, él estaba visiblemente impresionado; era un muchacho muy hablador. Pero ahora, allí sentado, estaba E, silencioso, callado y simplemente maravillado, boquiabierto.